(Columna escrita por Macarena Cox)
FUNA no es una palabra del idioma español. En
Chile, se ha vuelto popular, y proviene del idioma mapuche. El escritor Rafael Muñoz Urrutia, en su diccionario Mapudungun/Español,
Español/Mapudungun la define como “podrido”,
proveniente de la voz “funan”,
pudrirse. Y es esta imagen - la
de la putrefacción – la que explica su significado, con frecuencia
reivindicado por la extrema izquierda o el anarquismo, avivando el repudio
público contra una acción que a su propio juicio es condenable y ejerciendo un
control sobre las ideas, algo propio de una sociedad que se cree libre, pero
que a todas luces fomenta la censura.
La consigna que reivindica este mecanismo de acción política sería: “Si no hay justicia, hay funa” ¿Existe
alguna frase más autoritaria, fascista,
torpe y antidemocrática que esta? En Chile, en sus orígenes, las funas buscaban
conseguir una sanción ética para quienes habrían violado derechos humanos y que
por aplicación de la ley quedaran en la impunidad. Pero hoy se han extendido a cualquier ámbito que sea de desagrado de su
colectivo ejecutor. Son objeto de funa opiniones sobre sexo, moral, economía,
religión, política, fútbol, etc. Y con las redes sociales, simplemente se
han salido de control.
Tras toda funa hay un objetivo político que
busca conseguir un castigo ético desde la sociedad a un personaje, idea o
concepto funado y que se
considera inmoral, sin discusión previa alguna y que expone la reivindicación
del pensamiento propio como único paradigma socialmente aceptado. En otras
palabras, totalitarismo.
En algunos casos incluso se ha llegado más lejos, y se ha intentado
disfrazar la funa como manifestación de la libertad de expresión, ignorando que
este concepto permite el derecho a discrepar
y opinar distinto, sin censura. La verdad de una idea se revela,
como señalan Oliver Wendell Holmes Jr. y Louis Brandeis en “Mercado de ideas”,
en su capacidad para competir en el mercado: en igualdad de condiciones con las
demás ideas, los individuos pueden decidir cuáles son verdaderas, falsas, o
relativas.
¿Y qué pretende la funa? Todo lo contrario. Fomenta
la censura disfrazada de una justicia moral que inhibe nuevos pensamientos y
abraza los paradigmas correctos o no de sus autores.
De esta forma no estamos fomentando el debate, no fortalecemos el
conocimiento y no construimos paradigmas nuevos. Al contrario, estamos
enseñando a odiar, a reprimir, a exponer y burlar. Nuestra sociedad lo que
necesita son ciudadanos pensantes, que no vivan expuestos al reproche anónimo
de la web o al circo romano público de la calle. Y esto se consigue dialogando,
argumentando, pensando, discrepando y, por qué no, equivocándose, algo básico
en una sociedad pluralista y que se hace llamar democrática.
El respeto entre quienes están en discutiendo sobre una idea, siempre y
cuando éstas no caigan en abusos o deslegitimaciones contra un tercero, es básico
al hablar del respeto de la libertad de
expresión. Pero no podemos
suponer que por decisión propia se pueda impedir una opinión – incluso la
presencia - de otro, pues eso es totalitarismo.
Con esto queda claro que la funa no es sino de un acto de soberbia intelectual y moral, y un
acto de violencia ética que incluso puede acabar en violencia física. ¿Qué
subyace tras esto? Una seudo moralidad que sólo oculta la incapacidad de
dialogar, buscar acuerdos y consensos. Es el reino del “Ministerio de la
Verdad” de la que Orwell nos prevenía en 1984. Es el predominio de la “tiranía de las mayorías” de la que
alertaba Tocqueville. O sea, el mundo de la prohibición de la libertad.
Debemos estar atentos y educar a las nuevas generaciones, pues la
radicalización de esta violencia intelectual o la imposición de una verdad única
frente a las ideas no pueden convertirse en una bandera de lucha en una
sociedad abierta.
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