miércoles, marzo 23, 2016

La DC, al borde de la corniza

Complejo dilema el de la Democracia Cristiana: en su fuero interno, no tiene claridad hacia adonde ir. Porque sabe que no quiere ir a la derecha, pero sabe a su vez que tampoco es bienvenida en la izquierda.

No tiene mucho sentido que la quieran allí. La Democracia Cristiana, partido cuya declaración de principios se centra en la liberación humana por medio del concepto cristiano de la vida, conforme al cual el hombre solo puede obtener su pleno desarrollo espiritual y material, difícilmente puede tener en común, doctrinariamente hablando, algo en común con el mundo laicista y aun declaradamente marxista de la izquierda chilena. Que conste: no hay demonización en lo que expreso: solo constatación de contradicciones, y en esos términos las definiciones doctrinarias de Maritain –un tomista de aquellos que creían en la Moral Natural- y los inspiradores de la DC se asemejan más a la centro-derecha que a la izquierda.

La alianza entre democratacristianos y socialistas, y su común pertenencia a la Concertación de Partidos por la Democracia, no tendría explicación sin la presencia de 17 años de régimen militar. La DC y la izquierda construyeron en torno al tema de los derechos humanos y la oposición a Pinochet una estructura que les permitió alcanzar el poder en 1989 por la vía de las urnas, derrotando a dos rivales:al Régimen militar y a la tesis armada del Partido Comunista y Gladys Marín reflejada en la Revolución Popular de las Masas.

Llegó a este pacto concertado la DC tras años de peregrinajes en una especie de “tercera vía autónoma”, en que evidenció más insuficiencias que éxitos: ni la "Revolución en Libertad" ni la tesis del "camino propio" de Castillo Velasco pudieron cimentar el buen resultado electoral conseguido para la elección presidencial de Frei Montalva: su derrota de 1970 fue abrumadora. En efecto, la oposición a la Unidad Popular, bien sabido es, fue dirigida por la DC: Y no pocos, sino la inmensa mayoría de ella, fue partidaria del quiebre institucional de septiembre de 1973. La carta de Frei a Mariano Rumor, las declaraciones de Aylwin y cientos de antecedentes así lo avalan.

¿Por qué, tras el “accidente Pinochet” –como lo denomina Armando Uribe- se quedó la DC en la Concertación, al lado izquierdo de ladelgada línea roja? Simple: conveniencia y, por qué no decirlo, resignación política. 

La Concertación fue, durante la vida de Pinochet, la coalición política más eficiente en términos electorales que recuerde la historia de Chile. Y en ella, gracias al sistema binominal, la DC podía asegurar diputados y senadores. Y en ella, asimismo, podía mantener cuotas de poder en La Moneda, aunque en los últimos 10 años debieron resignarse con ser los “parientes pobres”, en los gobiernos de Lagos y Bachelet. Ciertamente, tal condición les generó escisiones y fisuras relevantes y perjuicio en las urnas, que evidencian hasta hoy. Por más que Walker y Jouannet intenten establecer en algún trabajo académico del 2006 un nexo intelectual entre la “nueva izquierda” y la DC, no pueden sino llegar a la conclusión que los nexos entre ambas son tan febles, que no puede descartarse la “mera coincidencia” como la fuente de alianza de ellas. Y, con honestidad, solo se explica tal pacto por el tan vilipendiado sistema electoral binominal… malditas ironías del destino.

Pero, seamos honestos, para que aquello ocurra es condición necesaria el fin del Binominal o al menos su adecuación. De lo contrario, y salvo que estuviese la DC dispuesta a pactar con la Coalición por el Cambio, la tan añorada “tercera vía” resulta impensable, y liberarse de sus “socios”, imposible. Aún al costo de seguir siendo el accionista minoritario, ese que hace pataletas en las juntas y que, en el fondo, es mirado con menosprecio por sus pares.

En ese escenario ¿qué hará la DC? ¿Seguirá su impulso natural de salirse de esta alianza con la izquierda, que al final del día le resulta ajena, de una “convergencia opositora” –pésimo nombre, por cierto, pues solo tiene sentido en la oposición y nunca en el poder- que cada vez se radicaliza más y más hacia la izquierda? ¿Patear el tablero? ¿Pactar con la centro-derecha?
Difícil dilema. Su actual directiva tiene la palabra

Algunas incomodas verdades sobre Asambleas Constituyentes.

¿Por qué creo que una asamblea constituyente sería un lamentable error? Porque, a mi juicio, contraviene la noción misma de Constituyente Originario, propia del constitucionalismo democrático moderno y pretende una innecesaria refundación nacional. Trataré de explicar por qué.

La noción de asambleísmo no es nueva.  Los “parlamentos” o “asambleas nacionales” o “constituyentes” jugaron un rol importante en las revoluciones burguesas clásicas (Inglesa del S. XVII, Francesa del S. XVIII) para derrotar el absolutismo feudal y dar paso al moderno Estado democrático. La lucha de las asambleas era contra el poder absoluto de un rey elegido por nadie, o por la divinidad como afirmaba Bodin, ese que confundía al poder del estado con la figura del Rey, graficada magistralmente en la frase de Luis XIV L'État, c'est moi 

Los asambleístas, correctamente, levantaron el principio -basado en un igualitarismo irreal- del “pueblo soberano”, compuesto por “ciudadanos absolutamente libres e iguales” y que gobierna por medio de sus “representantes”, a los que elige votando. Tal concepto genera un hecho de realidad política: al valer el voto de cada ciudadano lo mismo, su opinión política vale. Y su manifestación se produce en la votación popular. Esa es la esencia de la democracia moderna burguesa.

El constitucionalismo no se quedó en la mera formulación de la soberanía popular postrevolucionaria, defendida por Sieyes. Tras el baño de sangre provocado por la Revolución francesa evolucionó hacia el concepto de nación, que limita el rol de las constituyentes, demandando que los derechos esenciales humanos y la propia regulación constitucional limiten el derecho del pueblo a fijar nuevas constituciones por procesos que no sean de mayorías sólidas superiores a la absoluta propia del plebiscito. Por eso la supremacía constitucional, principio democrático por excelencia, se sustenta en la rigidez de las Cartas Fundamentales, y no se modifican sino tras grandes acuerdos nacionales.

Se nos intenta presentar a la asamblea Constituyente —“la forma más democrática de representación parlamentaria” según sus partidarios—como una alternativa a esa burguesa democracia representativa que nos rige. En el fondo, sincerando las cosas, no es sino una versión más acicalada, más “legítima”, de un viejo sistema restrictivo de libertades que, en los hechos, solo incrementa el poder de grupos radicalizados. 

Creo que no requerimos una refundación nacional, como ocurre cuando se convoca al constituyente originario. Tal vez ello sería atendible frente a una tiranía, en cuyo caso pudiera ser una consigna atendible, revolucionaria y transicional. Pero en una democracia, con todos sus defectos y virtudes, el asambleísmo solo podría potenciar el deterioro de instituciones legítimas. La “norma programática” a modificar por el asambleismo no son hoy las dictaduras militares, marxistas o fascistas, sino la democracia.  

Concretamente en nuestro país, el pueblo lleva veintidós años de experiencia con la democracia representativa. Con virtudes y defectos, esa democracia ha funcionado bien para Chile. Lo que esconde el asambleísmo es desconfianza y hasta odio hacia  un modelo que importa designación popular de presidentes, senadores, diputados, alcaldes, concejales e –indirectamente, claro está- de ministros, jueces, fiscales, contralores, etc. Es la consecuencia del “que se vayan todos” de los piqueteros argentinos, de tan mal recuerdo y tan penoso resultado en su lucha.

En el fondo, lo criticable del asambleísmo es pretender asimilar la crisis de popularidad de las instituciones con la ilegitimidad del sistema democrático imperante. Lo que parecieran confundir los asambleístas es el modelo de “democracia tradicional” y sus vicios o defectos, que no siendo demasiado distintos de los de las “democracias populares” soviéticas o de las dictaduras o tiranías, resultan más controlables que en aquellas. 

En Latinoamérica la Constituyente ha sido una lamentable forma de “recauchaje” de dictaduras constitucionales. Recientemente, en América Latina, hemos vivido en vivo y en directo esa experiencia con la “Constituyente soberana”  de Venezuela, de Bolivia o de Ecuador, en la que las Constituciones que surgieron fueron un retroceso desde el punto de vista de las libertades, del respeto al Estado de Derecho y de la separación de funciones. Arriagada las ha definido, con razón, como un “cesarismo plebiscitario” bastante cercano a una dictadura.

No podemos desatender que, probablemente, millones de chilenos no se sientan  entusiasmados por votar, fenómeno propio de las democracias estables y consolidadas. La solución para incentivarlos pasa por modernizar nuestra democracia, incluso por medio de cambios constitucionales, pero no por modificarla por modelos asambleístas de dudoso destino


No somos pocos los que tememos que el fin del asambleísmo sea desmantelar la criticada “democracia representativa” y reemplazarla por una “democracia popular”, de tan triste recuerdo, y de la cual María Roland exclamó antes de morir: “Libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!” No me sumaré a aquello. Espero que la mayoría tampoco.