miércoles, abril 19, 2017

FUNA: SE ACABÓ EL DIALOGO Y SE LEGITIMIZA LA VIOLENCIA

(Columna escrita por Macarena Cox)
FUNA no es una palabra del idioma español. En Chile, se ha vuelto popular, y proviene del idioma mapuche. El escritor Rafael Muñoz Urrutia, en su diccionario Mapudungun/Español, Español/Mapudungun la define como “podrido”, proveniente de la voz “funan”, pudrirse.  Y es esta imagen - la de la putrefacción – la que explica su significado, con frecuencia reivindicado por la extrema izquierda o el anarquismo, avivando el repudio público contra una acción que a su propio juicio es condenable y ejerciendo un control sobre las ideas, algo propio de una sociedad que se cree libre, pero que a todas luces fomenta la censura.
La consigna que reivindica este mecanismo de acción política sería: “Si no hay justicia, hay funa” ¿Existe alguna frase más autoritaria, fascista, torpe y antidemocrática que esta? En Chile, en sus orígenes, las funas buscaban conseguir una sanción ética para quienes habrían violado derechos humanos y que por aplicación de la ley quedaran en la impunidad. Pero hoy se han extendido a cualquier ámbito que sea de desagrado de su colectivo ejecutor. Son objeto de funa opiniones sobre sexo, moral, economía, religión, política, fútbol, etc. Y con las redes sociales, simplemente se han salido de control.
Tras toda funa hay un objetivo político que busca conseguir un castigo ético desde la sociedad a un personaje, idea o concepto funado y que se considera inmoral, sin discusión previa alguna y que expone la reivindicación del pensamiento propio como único paradigma socialmente aceptado. En otras palabras, totalitarismo.
En algunos casos incluso se ha llegado más lejos, y se ha intentado disfrazar la funa como manifestación de la libertad de expresión, ignorando que este concepto permite el derecho a discrepar y opinar distinto, sin censura. La verdad de una idea se revela, como señalan Oliver Wendell Holmes Jr. y Louis Brandeis en “Mercado de ideas”, en su capacidad para competir en el mercado: en igualdad de condiciones con las demás ideas, los individuos pueden decidir cuáles son verdaderas, falsas, o relativas.
¿Y qué pretende la funa? Todo lo contrario. Fomenta la censura disfrazada de una justicia moral que inhibe nuevos pensamientos y abraza los paradigmas correctos o no de sus autores.
De esta forma no estamos fomentando el debate, no fortalecemos el conocimiento y no construimos paradigmas nuevos. Al contrario, estamos enseñando a odiar, a reprimir, a exponer y burlar. Nuestra sociedad lo que necesita son ciudadanos pensantes, que no vivan expuestos al reproche anónimo de la web o al circo romano público de la calle. Y esto se consigue dialogando, argumentando, pensando, discrepando y, por qué no, equivocándose, algo básico en una sociedad pluralista y que se hace llamar democrática.
El respeto entre quienes están en discutiendo sobre una idea, siempre y cuando éstas no caigan en abusos o deslegitimaciones contra un tercero, es básico al hablar del respeto de la libertad de expresión. Pero no podemos suponer que por decisión propia se pueda impedir una opinión – incluso la presencia - de otro, pues eso es totalitarismo.
Con esto queda claro que la funa no es sino de un acto de soberbia intelectual y moral, y un acto de violencia ética que incluso puede acabar en violencia física. ¿Qué subyace tras esto? Una seudo moralidad que sólo oculta la incapacidad  de dialogar, buscar acuerdos y consensos. Es el reino del “Ministerio de la Verdad” de la que Orwell nos prevenía en 1984. Es el predominio de la “tiranía de las mayorías” de la que alertaba Tocqueville.  O sea, el mundo de la prohibición de la libertad.

Debemos estar atentos y educar a las nuevas generaciones, pues la radicalización de esta violencia intelectual o la imposición de una verdad única frente a las ideas no pueden convertirse en una bandera de lucha en una sociedad abierta. 

domingo, marzo 12, 2017

8760 HORAS: EL DESAFÍO DE LA CENTRODERECHA

No soy de los optimistas –dicen que los pesimistas somos optimistas mejor informados- que creen que la carrera está corrida. Al frente tenemos a muchos que quienes creen que el Estado puede y debe ser usado para perpetuarse en el poder y a gente que es capaz de prometer el oro y el moro con tal que voten por ellos (¿se acuerda de eso de educación gratuita y de calidad para todos, no más abusos, menos delincuencia que tanto repetía una candidata hace un año atrás?). De experiencias de balconazos y de celebraciones anticipadas que devienen en fracasos y explicaciones estamos llenos, y curtidos.
Pero sin duda la situación es expectante. Sebastián Piñera es hoy el mejor posicionado para ganar la Presidencia. Su contendor más próximo no solo no despega, sino que reconoce que aún no define sus ideas y que ellas son cercanas al continuismo de Bachelet, que parece condenada a dejar La Moneda en medio de la desaprobación.
El Presidente Piñera entonces depende, como los buenos equipos de fútbol que van punteros, de sí mismo para ganar. Y el tiempo juega a su favor: solo quedan 8.760 horas para el cambio de gobierno. Un año. Y contando en cuenta regresiva.
La pregunta que muchos se hacen hoy, con razón, es para qué ganar la elección y con qué ideas vamos a gobernar una vez que ello ocurra, si efectivamente ocurre. El Manifiesto Republicano es una buena base doctrinaria como dijimos en alguna columna anterior, que responde a sobre qué bases debería gobernarse. Pero hay una pregunta siguiente, que pocos se formulan al respecto, y es cuál será el rol que le corresponda a la centro-derecha frente a ese gobierno.
Creo, como respuesta inicial a esa interrogante, que es la hora de que la derecha avance desde el pensamiento de minoría influyente al de mayoría social. A mi juicio no basta con construir una mayoría electoral: necesitamos de una mayoría política. No bastaría, ni siquiera, con ganar 4 a 0 las próximas elecciones –necesitamos no solo ganar la presidencia, sino la Cámara, el Senado y los Consejeros Regionales- sino que es indispensable ser capaces de seducir a nuestra gente tradicional y convocar a más de quienes nos oponemos al actual gobierno y su trasnochado socialismo, para que la mayoría sienta que un próximo gobierno de centroderecha será su gobierno.
Mi diagnóstico es que para ello en la derecha deberíamos dejar de lado la repulsión por la política. Su mejor –en realidad, su única opción- es politizarse. Dejar de lado al Homo Independens, que tanto rehúye de la política. A su vez, abandonar poco a poco la tentación tecnócrata, dejar las tablas de datos y recordar el encanto de las letras, las emociones y las palabras. Y, para complejizar más la labor, dejar de lado las tradicionales experiencias de caudillos y liderazgos unipersonales y centrados en la lógica del héroe, para pasar al plano de la institucionalización política.
Hecho eso, debemos ser capaces de respondernos: ¿ser de derecha significa solo frenar los cambios que la gente demanda o, desde la prudencia y la moderación que nos guían, darles forma y ritmo?  ¿Es para conservar el poder desde las instituciones formales de la República, o para levantar la voz desde las bases y el tejido social que, por años, se le ha entregado sin contrapeso a la izquierda?
En suma, la pregunta de fondo es ¿resulta posible construir una derecha social y popular fundada en la justicia, en la equidad y en valores democráticos?
            La respuesta, para mi, es afirmativa.
Es posible, en la medida que el fundamento de la derecha esté más que en la protección de intereses, en la defensa de ideas. Ideas que, por lo demás, desde la derecha son capaces de conquistar al centro político, reconquistando buena parte del voto liberal y socialcristiano.  Para ello, es fundamental la refundación del partido desde las ideas de la libertad que le inspiran, reflejados y entendidos en cuatro aspectos fundamentales:
a)        La libertad política, comprendida como la adhesión permanente a los valores de la democracia representativa, el respeto a las instituciones republicanas y a las autoridades nacidas a partir de la voluntad soberana del pueblo expresada en el voto. El orden, que permite el progreso, nace desde la fortaleza del Estado de Derecho.
b)        La libertad económica, única vía que garantiza la constante creación de riqueza, lugar donde la iniciativa individual se constituye en la matriz del desarrollo material y la movilidad social.
c)         La libertad social, entendida como la neutralidad del Estado en materias de concepciones del bien y la felicidad humanas, concentrado sus esfuerzos en la justicia.
d)        La libertad cultural, nacida a partir de la rica diversidad que ofrece la sociedad chilena, hoy, conectada y globalizada.  La protección, armonización e integración de todas las visiones que conviven en ella, debe ser uno de los deberes fundamentales del Estado.
La derecha está llamada a no agotarse en un simple discurso electoral, sino a representar un movimiento social, que altere esa falsa percepción de que el nuestro un país ideológicamente de izquierdas. Para ello debemos influenciar con nuevas ideas, las que deben tener su origen en el largo esfuerzo de quienes han modernizado la derecha desde hace años, pero avanzando un paso más allá: nuestra generación política debe ser recordada como la que fue capaz de traspasar las fronteras y crear una mayoría no solo electoral, sino intrincada en el corazón de nuestro Chile.

Hay mucho en lo que trabajar. El tiempo se nos acaba. Solo nos restan 8760 horas…