¿Por qué creo que una asamblea
constituyente sería un lamentable error? Porque, a mi juicio, contraviene la
noción misma de Constituyente Originario, propia del constitucionalismo
democrático moderno y pretende una innecesaria refundación nacional. Trataré de explicar
por qué.
La noción de asambleísmo no es nueva.
Los “parlamentos” o “asambleas nacionales” o “constituyentes”
jugaron un rol importante en las revoluciones burguesas clásicas (Inglesa del
S. XVII, Francesa del S. XVIII) para derrotar el absolutismo feudal y dar paso
al moderno Estado democrático. La lucha de las asambleas era contra el
poder absoluto de un rey elegido por nadie, o por la divinidad como
afirmaba Bodin, ese que confundía al poder del estado con la figura del Rey,
graficada magistralmente en la frase de Luis XIV L'État, c'est
moi
Los asambleístas, correctamente,
levantaron el principio -basado en un igualitarismo irreal- del “pueblo
soberano”, compuesto por “ciudadanos absolutamente libres e
iguales” y que gobierna por medio de sus “representantes”, a los que elige
votando. Tal concepto genera un hecho de realidad política: al valer el
voto de cada ciudadano lo mismo, su opinión política vale. Y su manifestación
se produce en la votación popular. Esa es la esencia de la democracia moderna
burguesa.
El constitucionalismo no se quedó en
la mera formulación de la soberanía popular postrevolucionaria, defendida por
Sieyes. Tras el baño de sangre provocado por la Revolución francesa
evolucionó hacia el concepto de nación, que limita el rol de las
constituyentes, demandando que los derechos esenciales humanos y la propia
regulación constitucional limiten el derecho del pueblo a fijar nuevas
constituciones por procesos que no sean de mayorías sólidas superiores a la
absoluta propia del plebiscito. Por eso la supremacía constitucional, principio
democrático por excelencia, se sustenta en la rigidez de las Cartas
Fundamentales, y no se modifican sino tras grandes acuerdos nacionales.
Se nos intenta presentar a la
asamblea Constituyente —“la forma más democrática de representación
parlamentaria” según sus partidarios—como una alternativa a esa burguesa
democracia representativa que nos rige. En el fondo, sincerando las cosas, no
es sino una versión más acicalada, más “legítima”, de un viejo sistema
restrictivo de libertades que, en los hechos, solo incrementa el poder de
grupos radicalizados.
Creo que no requerimos una
refundación nacional, como ocurre cuando se convoca al constituyente
originario. Tal vez ello sería atendible frente a una tiranía, en cuyo caso
pudiera ser una consigna atendible, revolucionaria y transicional. Pero en una
democracia, con todos sus defectos y virtudes, el asambleísmo solo podría
potenciar el deterioro de instituciones legítimas. La “norma programática”
a modificar por el asambleismo no son hoy las dictaduras militares, marxistas o
fascistas, sino la democracia.
Concretamente en nuestro país, el
pueblo lleva veintidós años de experiencia con la democracia representativa.
Con virtudes y defectos, esa democracia ha funcionado bien para Chile. Lo
que esconde el asambleísmo es desconfianza y hasta odio hacia un modelo
que importa designación popular de presidentes, senadores, diputados,
alcaldes, concejales e –indirectamente, claro está- de ministros, jueces,
fiscales, contralores, etc. Es la consecuencia del “que se vayan todos”
de los piqueteros argentinos, de tan mal recuerdo y tan penoso resultado en su
lucha.
En el fondo, lo criticable del asambleísmo
es pretender asimilar la crisis de popularidad de las instituciones con la
ilegitimidad del sistema democrático imperante. Lo que parecieran confundir los
asambleístas es el modelo de “democracia tradicional” y sus vicios o
defectos, que no siendo demasiado distintos de los de las “democracias
populares” soviéticas o de las dictaduras o tiranías, resultan más
controlables que en aquellas.
En Latinoamérica la Constituyente ha
sido una lamentable forma de “recauchaje” de dictaduras constitucionales. Recientemente,
en América Latina, hemos vivido en vivo y en directo esa experiencia con la
“Constituyente soberana” de Venezuela, de Bolivia o de Ecuador, en la que
las Constituciones que surgieron fueron un retroceso desde el punto de vista de
las libertades, del respeto al Estado de Derecho y de la separación de
funciones. Arriagada las ha definido, con razón, como un “cesarismo
plebiscitario” bastante cercano a una dictadura.
No podemos desatender que,
probablemente, millones de chilenos no se sientan entusiasmados por
votar, fenómeno propio de las democracias estables y consolidadas. La
solución para incentivarlos pasa por modernizar nuestra democracia, incluso por
medio de cambios constitucionales, pero no por modificarla por modelos
asambleístas de dudoso destino.
No somos pocos los que tememos que el
fin del asambleísmo sea desmantelar la criticada “democracia representativa”
y reemplazarla por una “democracia popular”, de tan triste recuerdo, y
de la cual María Roland exclamó antes de morir: “Libertad, ¡cuántos crímenes
se cometen en tu nombre!” No me sumaré a aquello. Espero que la
mayoría tampoco.
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